Hace algún tiempo conocí a una mujer que me dijo que el horizonte es el punto más lejano del universo. No se equivocaba, pues cuando crees tocarlo te das cuenta de que está más lejos. Esto no quiere decir que todo lo que nos proponemos sea inalcanzable, simplemente que las metas en la vida cambian, ya sea por no conseguirlas o por hacerlo.
Ahora mismo, sentado en el tejado de aquella casa vieja, veo un nuevo amanecer. La tormenta pasó y solo quedan de ella unos leves charcos y unas nubes blancas que me guiñan el ojo mientras se alejan, satisfechas por, una vez más, enseñarme una lección tan preciada. En este tejado estoy completamente desnudo, sin nadie que me arrope aquí arriba pero no tengo frío, siento que mi cuerpo se estremece y mi corazón bombea con tanta fuerza que produzco muchísimo calor. No tengo miedo.
Este tejado es muy importante, pues es el lugar donde subo a reflexionar, donde lloro mis penas y brindo conmigo por la felicidad. Cada teja es una historia sin final, un día en mi vida y una alegría consumida. Ellas soportan el peso de la vida y yo las visito y les doy conversación. Aquí arriba no existen los malos sentimientos que no te dejan respirar, solamente ves el horizonte, cada día pintado de un color diferente.
Ahora el que veo es muy distinto a todos; es azul oscuro, como todo lo que se va y el naranja me trae un nuevo día. Ahora ya no me lleva la corriente, ni quiero nada más allá de lo normal. Después de todo lo vivido, quiero saber que vuelve a estar quieto, sin moverse, sin hablarme.
Ya mi bajo de mi tejado, pero ahí no dejo nada, pues mi nuevo amanecer lo llevo conmigo. Da igual el camino que elija, porque las piedras me conducirán hasta esa casita vieja que tan bien me conoce, una casita llamada...
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